Cobertura y fotos: Alejandro Carro
El virtuoso guitarrista se hizo presente en el Lunario del Auditorio Nacional con un repertorio que lo reafirmo como uno de los guitarristas más influyentes del rock y el metal
El Lunario del Auditorio Nacional se transformó la noche del sábado 21 de junio en un templo del shred, cuando Marty Friedman, leyenda viviente de la guitarra, ofreció un concierto cargado de técnica, emoción y teatralidad instrumental que dejó sin aliento a sus seguidores mexicanos. Con una puntualidad inusual en el rock, Friedman subió al escenario acompañado de una banda precisa y electrizante: Kiyoshi Manii en el bajo, percusiva y expresiva como una tormenta controlada; y un baterista que, con cada golpe, convertía el Lunario en un epicentro sísmico de ritmo. Juntos entregaron una presentación compacta, intensa y sin palabras —porque no se necesitaban.
Desde los primeros acordes de “Stigmata Addiction”, el público fue testigo de una lección magistral de ejecución. Le siguieron temas como “Tornado of Souls”, reinterpretado con ferocidad y sensibilidad renovadas, y “Dragon Mistress”, que provocó ovaciones ensordecedoras. A lo largo de casi dos horas, el guitarrista fusionó metal neoclásico, rock progresivo y matices orientales con una fluidez tan natural que parecía narrar historias sin necesidad de letras. El set no solo demostró la vigencia artística de Friedman, sino su compromiso con la evolución. Lejos de estancarse en su pasado con Megadeth, el músico ofreció una propuesta instrumental contemporánea, con arreglos modernos y pasajes que por momentos rozaban lo cinematográfico.

El Lunario, con su atmósfera íntima, permitió una conexión directa entre artista y público. No hubo distracciones visuales ni efectos grandilocuentes: solo música, sudor, precisión quirúrgica y una entrega total sobre el escenario. Al cierre del concierto, Friedman agradeció con humildad —en perfecto español— a una audiencia que se negó a dejarlo ir sin un bis. El guitarrista, emocionado, correspondió con una interpretación sentida de “Kaeritakunatta Yo”, fundiendo tradición japonesa con metal occidental, en un cierre tan inesperado como perfecto.
Veredicto final: Marty Friedman no solo dio un concierto; ofreció una experiencia sonora inolvidable, una oda a la guitarra instrumental en su máxima expresión. Una noche que reafirma que el virtuosismo, cuando se ejecuta con pasión y narrativa, no necesita palabras.
















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